Wednesday, November 26, 2008

Ponte las pilas


El problema cuando juegas un juego y finalmente lo juegas es que quizás no te guste que creas que te gustó.

Pasó.

Deja la vaina. ¿Qué?, ¿se te enfermó el ánimo?, ¿no estabas más allá del bien y el mal, pues? Diminuta. Frágil. No te creas que eres tan diferente a mí, o que sientes tan distinto.
Esos ojos torcidos, esa sonrisa escondida, esa pena pendeja, esa distancia forzada, esa ofensión auto impuesta, esa arrechera contigo misma. El demonio de la tentación. El demonio de la moral. Eso. Terror.

¿Cuánto crees que aguante esa pared de papel mojado? Ponte las pilas, muchachita. Ven acá y dame un beso. Ah bueno.


º

Friday, November 21, 2008

Años después


En Julio, cada quién agarró por su lado. Y bueno, él, a dónde lo llevara la brisa; ella ya tenía un rumbo. Absortos en la vida, ya no se volvieron a ver ni a hablar más nunca. Cuándo se encontraron años después en una fuente en Florencia, ella creyó reconocerlo, pero dudó en acercarse porque había olvidado todo de él, menos sus ojos y sus reacciones cítricas hacia quienes no le parecía que se merecieran algo más. Sin embargo, con un descuido premeditado, se paseó frente al viejo del bastón y los lentes negros de pasta que tomaba café negro. Y cuando ya se alejaba con sus pozos verdes rebosados de tristeza, escuchó: “¿Tú no saludas, flaca?”.

Tuesday, November 04, 2008

Al final del día


Un vaso de vodka helado.
Aguaquina, limón, hielo, tú, yo.
La conversación más ligera del día.


Pero cómo pesa.
Pero es de noche.


Maldita tarde aquella.
Treinta llamadas…
… tengo un peo.
Adivina; yo también.


Hacerte reír.
Tan gratificante.
Tan doloroso.

¿Y entonces?
¿Payaso o amante?
¿Talentoso?
Si sólo me tomaras como tomas mis letras… entonces…


All apologies, Yellow ledbetter, Don’t look back in anger, Love me two times, Fake plastic tres.
Otra vodka helada.
Aguaquina, limón, hielo, tú, yo.
Un cigarro.
Tres pepas de ibuprofeno.
Morfina para el alma.
La conversación más ligera del día.


¿Hablamos?
Háblame.
Grítame.
No.
Hablamos.

A mí no me gusta cuando callas…
… porque de verdad estás ausente.
Y me matas.

º

Thursday, September 25, 2008

----------------- (una carta)


Casi no podía leer lo escrito en el papel. Es que estaba en muy mal estado. La tinta se había chorreado. Me imagino que fue trabajo de la lluvia que había terminado apenas un rato antes. La misma lluvia que me trajo en la corriente de agua que se había formado entre la acera y el asfalto de la calle esa hoja amuñuñada como una pelotica. Finalmente pude leerla.


“Para ti.

Estoy escribiendo esta carta para no dártela, nunca.

Sí, lo sé; es una real estupidez. Pero qué más podía nacer de algo tan bizarro y perverso como el amor, que te come vivo pero te hace sentir vivo. Y el que te tengo es peor, es droga; me escoñeta y sigo metiéndomela. Cada vez que lo esnifo o me lo inyecto o me lo fumo, me quita un pedazo, y aun así no lo puedo dejar. Además, sin esperanzas de morir, porque la vaina es prometeica.

Lo escuché un montón de veces. Parezco una jodida novela mexicana. ¡Qué patético! Venir a meterme en la cabeza precisamente a la caraja que no puedo tener. ¡Verga, a la que ni siquiera puedo decírselo!

No importa cuántas veces me he puesto a pensar en esto y me he convencido de que voy a dejarme exiliarte de mí, esta paila de plástico hirviendo me cae en el alma cada vez que te veo. Y de paso tener que vivirme esto mudo, mudo y solo. ¿Ves lo que te digo?, es droga.

Yo se que te irías.

Me quedo callado porque me aterra que te alejes de este despojo que soy si abro la boca y te dejo salir para que te escuches cómo estás dentro de mí. Me hela los huesos la idea de estar sin ti que me clavas cuchillos con tus “Yo te quiero” de amiga y tus abrazos de amiga y tus besos de amiga, mientras yo te amo. ¡Coño de la madre! Si sólo pudiera decirte que te amo y así acabar de una vez con este ardor de mierda. Pero no puedo; soy un cobarde.

Soy cobarde. Soy un cobarde.

No soporto si quiera pensarme sin ti, aunque estoy sin ti. Prefiero la lima dándome en los dientes cuando te tengo al lado que el foso frío, oscuro, vacío y muerto que sería tu ausencia.

Todo lo que mato en mi garganta cuando te tengo al frente. Amarte en silencio es una tortura, pero sólo sufren los que están vivos.

Maldita sea.”


º

Monday, September 15, 2008

HOY NO


Con los ojos verdes bien abiertos y escondidos debajo de la visera de una gorra deshilachada de pana, la cabeza baja y un paso apurado pero decidido, Pedro había ido camino al edificio que ahora estaba ahí mismo, al cruzar la calle por la que había venido bajando. Se detuvo al lado de una cabina telefónica y levantó al fin la mirada. Observó los cuatro canales de la avenida. Siguió moviendo los ojos hacia arriba hasta que alcanzó a ver donde terminaban los cuarenta y tres pisos más dos terrazas de concreto forrados con espejos de un azul extremadamente oscuro. Pedro tenía las manos metidas en los bolsillos laterales del pantalón y movía sus dedos a una velocidad increíble. Tocaba en su muslo, que hacía de piano, El vuelo del Abejorro al tiempo que repasaba seis veces esos cuarenta y cinco pisos frente a él. Cuando subía la mirada, lo hacía lentamente, pero, cuando venía del cenit hacia el hall de entrada, lo hacía acelerando a 9,8 m/s2. Ahí parado, encogió los hombros y, sin parar por un momento su ejecución maestra en el piano de carne, pensó “La perra parece tan simple…”; la gente pasa caminando, un niño ríe con su mamá, una chica con un gran escote y un jean ajustadísimo provoca silbidos y alguno que otro suspiro, una pareja va agarrada de manos a pesar de los 34ºC a las 2:40 p.m.; una sarta de lugares comunes que hacían que Pedro aumentara frenéticamente el tempo de la pieza que tocaba en su pierna al sentir que la vida se burlaba de él poniéndose una máscara de carita feliz mientras lo sodomizaba.

Cuando al fin Pedro tocó la última nota en su muslo, se sacó las manos de los bolsillos y dejó colgar sus brazos. Sus hombros se fueron arqueando hacia delante y sus ojos quedaron de nuevo escondidos debajo de la visera, que por arriba tenía escrito en tinta negra ‘27’. Su frente empezó a llenarse rápidamente de gotas de sudor y sus pupilas se dilataron un poco a pesar de que el Sol brillaba con el típico fulgor de la hora. Las gotas saladas en la frente de Pedro se volvieron líneas que terminaban desparramadas en sus ojos, tras lo cual ardían enrojecidos. Pero él permanecía ahí inmóvil, desgarbado, con la cabeza gacha. En poco tiempo, sus manos comenzaron a sudar y a temblar con una frecuencia cadente. Pedro las cerró y formó dos rocas con sus puños que en segundos empezó a estrellar contra sus muslos. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete…, cuarenta veces y cuarenta veces golpeó sus muslos con sus puños hasta que se detuvo como congelado por el botón de pause de un control remoto. Abrió sus manos y quedó de nuevo con los brazos colgando. Sus ojos verdes permanecieron catalépticos viendo una mancha de mierda de pájaro sobre un papel de caramelo que estaba en el borde de la acera. Cualquier cantidad de zapatos pasaban cerca de ese papel, cerca de Pedro, pero estaban tan ausentes para él como él para ellos. Luego de varias vueltas del segundero, se llevó, perezosas, las manos a la cara después de levantarla. Puso la punta de los dedos en su frente, las palmas en sus cachetes, y las dejó deslizarse hasta que las falanges estiraron hacia abajo la comisura de sus labios. Nuevamente repasó los cuarenta y cinco pisos frente a él de la misma manera: subió la mirada lentamente hasta el tope del edificio y luego bajó acelerando hasta el hall de entrada. Pedro tomó un aliento profundo que le dilató el pecho y luego botó el aire como para apagar una llama. Decidido y listo para cruzar, miró a la izquierda, miró a la derecha, levantó el pie para dar el paso…

‘ring’…, ‘ring’…, ‘ring’…

Pedro se volteó y se quedó mirando la cabina telefónica.

‘ring’…, ‘ring’…

—Aló –contestó.
—Aló. Buenas tardes. Me comunica con José, por favor. Dígale que es Santiago.

La boca de Pedro se torció en una mueca que traducía extrañeza y que le copió, sin saberlo, a su abuela cuando era un niño.

—Esto es un teléfono público. Se equivocó de número –le informó Pedro a Santiago.
—¡¿Un teléfono público?¡… Sí, me equivoqué. Gracias de todas maneras… ¡Un teléfono público! –y el hombre empezó a carcajearse.

Al otro lado de la línea, Pedro escuchó alejarse la risa hasta que desapareció detrás de un tono intermitente. Recostado de la cabina, colgó la llamada con la mano derecha sin quitarse el auricular del oído izquierdo. Inmediatamente, abrió la línea de nuevo y marcó un número al azar en un ejercicio sin sentido, autista, que hacia que sus dedos se movieran sobre el panel de números buscando algo que no sabían qué era. Luego de x cantidad de golpes sobre las teclas, Pedro dejó de marcar tan repentinamente como había dejado de golpear sus puños contra sus muslos minutos antes. Se quedó ahí, de nuevo desconectado, escuchando la nada al otro lado de la línea, pero en un momento se enderezó y abrió los ojos más de lo normal. “¡Verga! (la llamada había empezado a repicar en algún sitio), esta vaina está libre”, dijo. Luego de cuatro repiques, una mujer contestó.

—Aló.
—Aló –respondió él.
—¿Quién es?
—… Pedro.

Un silencio de segundos eternos le produjo a Pedro una ansiedad infinitesimal pero profunda que casi hizo que colgara la llamada para cruzar la calle, mas la voz se dejó escuchar otra vez.

—¿Qué Pedro?
—Disculpa, tú no me conoces.
—Ajá…
—Por lo menos es la voz de una mujer lo que escucho antes de irme –dijo Pedro subiendo el volumen y terminó con un ‘ja’ que sonó sin que abriera su boca.
—¿Y para dónde te vas a ir?
—No se. Nadie sabe en verdad.
—Dichoso. Por lo menos tú te vas para algún lado –dijo la mujer en un tono que mostraba su deseo por la aparente fortuna de Pedro, que se iba a algún lado.
— ¿Ah sí? ¿Te parece?
— ¿Que si me parece? Ay, Pedro –dijo la mujer en medio de un suspiro quejumbroso–. Este teléfono lo tengo hasta que la telefónica se de cuenta que existe.

Hubo otra larga pausa pero ahora Pedro sólo se quedó con el auricular en el oído escuchando la respiración ínfima de la mujer, y sin darse cuenta sincronizó la suya con la de ella. Ambos entraron en una especie de trance inducido y dictado por el ritmo y el volumen de la respiración de la mujer que fueron aumentando hasta el borde de la hiperventilación, y que ella interrumpió repentinamente para hablar de nuevo y evitar sofocarse con aquel furor incauto de exceso de vida.

—¿Sabes?, hoy les di de almuerzo a mis dos hijas espagueti con pura sal; yo no almorcé. Y anoche cenamos agua con papelón –la voz de la mujer se había venido derrumbando y esto último lo dijo entrecortado hasta que finalmente el nudo en su garganta que producía aquello se hizo un llorar.

Pedro guardó silencio mientras al otro lado de la línea se escuchaba el moqueo y el quejido en el llanto de la mujer, como el de un cachorro perdido en la noche; un quejido que finalmente explotó en un grito de dolor que le nació en el vientre y se le llenó en el corazón. Su mandíbula –la de Pedro– empezó a temblar y sus ojos se volvieron pozos.

—Discúlpame. Chao –dijo Pedro con la voz temblorosa.
—No te preocupes –contestó la mujer, que en medio de su sollozar atinó a decir algo más–. Ah, me llamo Ruth… Gracias; tenía que decirle algo a alguien.

Pedro colgó la llamada de nuevo con la mano derecha. Dejó suspendido el auricular en su hombro para secarse los ojos con la otra mano. Su mente estaba absorta, casi hipnotizada por el grito y el lamento de Ruth, que le sonaban incesantemente, unas veces separados, otras mezclados. Luego de casi dos minutos de aquello, comenzó a golpear la cabeza contra la cabina telefónica sin darse cuenta. Mientras hacía esto, empezó a marcar nuevamente sobre el panel de números del aparato.

—Aló –contestó un chamo con una voz macilenta que terminó en una expiración narcótica.

Pedro permaneció callado escuchando por el teléfono el beat de una canción que se oía al fondo y que reconoció, Born Slippy. No se daba cuenta, pero cerraba los ojos, apretaba los dientes y sacudía la cabeza como si de repente se estrellara contra algo, y esto lo hacía al ritmo de ese beat que escuchaba por el teléfono. Después de casi un minuto, el chamo volvió a hablar y sacó a Pedro de su estado.

—¡Coño, aló! ¿Quién carajo llama?
—Tranquilo, pana. Chao.
— ¡Tú sí eres arrecho! Verga, viejo –hubo un silencio corto–. Ah, ya se. Te mandó mi papá a que llamaras a ver qué estoy haciendo.
Pedro no respondió nada pero no colgó la llamada.
—Dile que estoy con dos putas que están bien ricas, metiéndome una bolsa de coca –dijo el chamo en un tono que, más que desvergüenza, era de desesperanza, rabia, venganza–. Ay, sí, no joda. ¿Me va a estar montando vigilancia ahora, ese viejo pajuo’, cuando nunca me paró bolas? ¿Ahora si está cagao’? ¡Que vaya a mamarse un millón de cabezas de güebo!... suéltame, maldita.

Pedro parpadeó y dio un pequeño sacudón a su cabeza cuando el chamo, después de gritar a una de las mujeres que dijo estaban con él, tiró el teléfono para trancar la llamada. Ese golpe sólo hizo volver a Pedro en sí momentáneamente: el instante en el que sonó y el tris mientras dijo “Coño”. Inmediatamente volvió a ese estado miserable y ausente que había tenido desde la mañana. Sin embargo, la violencia de la última conversación lo despertó un poco, y, además, empezó a sentir curiosidad por la cantidad de gente con la que podía hablar desde ahí. Lo único que dejaba notar esto era el movimiento de sus dedos maestros, que se paseaban rápidamente por sobre las teclas del teléfono mientras él contenía la respiración; tocaba una y otra tecla pero no pulsaba ninguna. Finalmente, tomó aire y marcó nueve números. La llamada repicó cinco veces y contestó una mujer.

—Aló.
—Aló.
—¿Quién llama? –preguntó la mujer.
—¿Cómo estás? –preguntó él. La mujer estuvo callada un momento.
—¿Quién es?
—Pedro.
—¡Pedro!, se te escucha la voz rara, no pareces tú.

De inmediato él supo que se trataba de otra persona, que lo habían tomado por otro, pero no le dio importancia. En vez de intimidarse, salió al paso con una excusa barata, inventada al momento, pero que se acomodó perfectamente a lo que le dijo la mujer, como una técnica de aikido.

—Sí, es que tengo la garganta medio inflamada.
—Con razón.
—Sí… –no dijo más.
—¿Qué te pasa?
—No, nada. ¿Cómo estás?
—Bueno, tú sabes… ahí. Apenas hace un mes enterramos a Juan –la mujer calló un momento–. Esto es horrible, Pedro; nadie sabe lo duele enterrar a un hijo…

Pedro se sintió mal, se sintió mal y se sintió estúpido, y no tanto por lo que acababa de escuchar, sino por su tino para lo improbable. De todos los números que pudo haber marcado, él marcó el de una casa donde recién una mamá había perdido a su hijo. Sí, la vida es un arlequín sádico.

—…, pero tengo que aguantármelo, tragarme todo. Menos mal que llamaste, Pedro; coño, coño de la madre –en ese momento, ella empezó con un llanto agazapado, reprimido, profundo–, menos mal que llamaste y tu hermano no está. ¡Ay, mi hijo, Pedro!, ¡ay, ay, ay!. ¿Qué hago?, tu hermano está deshecho, no deja de llorar, llora o se queda lelo, sentado en el mueble con los ojos perdidos y la mano levantada como acariciando la cabeza de Juan, pero él ya no está, Pedro. ¡Ay, Dios mío!, él ya no está, mi hijo ya no está, y no puedo dejarme caer porque se me muere tu hermano también. Ay, ay, mi esposo, chico, mi esposo, tu hermano…

Pedro no sabía que hacer. El dolor de aquella mujer lo llenaba de angustia. Se le revolvían los sentimientos en la barriga. Ella pensaba que hablaba con su cuñado y él no le podía decir que no era él; no se atrevía. Cada vez que la escuchaba lamentarse, se sentía culpable de estar engañándola, pero no se le borraba de la cabeza el “menos mal que llamaste… menos mal que llamaste”. Aquello era tan divino como perverso. La liberación del sufrimiento con el sufrimiento.

—… No sabes la que he tenido que aguantar, Pedro. No hombre, chico, hay que ver lo que es esto. Todo se puede solucionar, pero la muerte… No se suponía que enterrara a mi hijo; ¡no, coño!; era él, era Juan el que tenía que enterrarme a mí. Él un hombre y yo viejita.

La mujer siguió llorando sin decir nada. Lo único que podía escuchar Pedro era el dolor y la impotencia que traducían sus lamentos y su sollozo. Él sólo trancó la llamada suavemente. No le salió voz para decirle nada.

En silencio y con los brazos cruzados, Pedro se quedó parado frente la cabina telefónica, dividido entre hacer otra llamada o cruzar la calle. Se mantuvo por minutos ahí como una estatua, con la mirada clavada en el teléfono, en un entrevero intenso que cualquiera hubiese confundido con una cavilación sobre algún aspecto filosófico de aquel aparato que parecía ser contemplado; o solamente con un idiota viendo un teléfono. Así estuvo Pedro hasta que el chirrido de un frenazo y una suma de gritos que vinieron luego le pusieron de nuevo en el plano de los demás. Instintivamente se volteó hacia el sitio de donde escuchó venir aquel sonido y empezó a caminar hacia allá. Eran unos escasos metros, donde estaba parado un carro en medio de la avenida. Lo primero que vio Pedro fue un hombre de unos cincuenta años, el conductor, que corría descontrolado alrededor del vehículo agarrándose la cabeza con las manos. Al llegar más cerca, vio una pierna temblando que colgaba por encima del guardafango derecho. Justo debajo de la rodilla se asomaban de la carne los huesos con las puntas astilladas, y la sangre empezaba chorrear por la pierna hacia el asfalto. Cuando estuvo más próximo, pudo ver lo demás. El resto del cuerpo hacía espasmos sobre el capó y sangraba a borbotones por la boca, los oídos y la nariz. Pedro se quedó allí mirando, sordo a los gritos que pululaban, impávido, viendo como se extinguía la vida de aquel muchacho. Y finalmente pasó. Después de una larga bocanada de claudicación, cesaron los temblores desordenados cuando el cuerpo se hizo cadáver. Sólo un hilo rojo se movía hasta donde terminaba la cubierta del motor para luego caer ininterrumpido y formar un charco en el pavimento. Pedro se volteó y caminó nuevamente hacia la cabina telefónica. Descolgó y marcó.

Ocho repiques.

—Aló –contestó jadeante una chama.
—Aló.
—Disculpa que… me tardé en…. contestar… Es que venía entrando… a la casa… ¿Quién es?

Esta vez Pedro no dio su nombre, sino que dijo algo que él mismo odiaba que le dijeran cuando lo llamaban por teléfono.

—Soy yo.
—¿Quién es “yo”?
—Bueno, yo. No me digas que ya no…
—¡¿Pablo?! Muchacho, cuanto tiempo –le interrumpió la chica.
—Sí, bastante –le siguió la corriente Pedro.
—¿Qué has hecho?, ¿cómo estás?
—Todo bien. Ando en lo mismo de siempre. ¿Y tú?, ¿cómo andas?
—Ay, buenísimo. Estuve mal por unos meses.
—¿Sí?
—Sí. Después que terminé con el innombrable, me concentré en el trabajo, pero me botaron en una reducción de personal. Estuve desempleada por casi cinco meses. Chamo, me comí los cables. Cómo será que me retrasé en el pago del alquiler por dos meses. Si no te conociera diría que eres una rata. Los supuestos amigos se perdieron del mapa a la tercera vez que les dije que no podía salir a joder con ellos porque no tenía dinero. Te lo repito: me comí los cables, ¡y solita!
—Verga –respondió Pedro con un tono falso de impresión mientras hacía muecas de fastidio por el cuento de la chama.
—Imagínate que para las últimas dos entrevistas que fui tuve que pintarme donde Magda porque ya no tenía ni maquillaje y, tú sabes, primero muerta que sencilla –ella rió al terminar de decir esto y Pedro torció la boca–. No, vale, en serio. Es que no tenía plata y no podía presentarme como una loca así sin una pinturita con esa gente. Qué iban a pensar.
—¿Y entonces?, ¿Cómo que estás buenísimo?
—Bueno, chico, porque esta mañana me llamaron de la empresa donde hice la penúltima entrevista para que me presentara allá al mediodía. Cuando llegué, me pasaron a hablar con el tipo de recursos humanos y me dijo que el puesto era mío.
—Oye, qué bien –contestó Pedro naturalmente.
—Y no sólo eso, sino que es un paquetazo, chamo. El sueldo es buenísimo, me pagan bonos y tengo seguro. Estoy demasiado contenta, Pablo.

La mujer estaba realmente feliz. Cada palabra que salía de su boca tenía el brillo de la esperanza que sólo tienen las de quienes han visto la oscuridad y han caminado en ella. Pedro no se había dado cuenta, pero tenía una sonrisa ínfima. Era producto de la empatía con la chica y su buena fortuna. Sin embargo, él no hablaba mucho, no se atrevía a decir más de la cuenta; temía que ella descubriera que él no era Pablo y, entonces, aquella melodía de dicha fuese acabada fatalmente. En esos términos, para que finalizara bien la cosa, decidió ser él mismo quien terminara la conversación. Necesitaba que fuera así.

—De verdad me alegra escuchar que estás bien. Felicitaciones por tu nuevo trabajo –dijo Pedro con una alegría que él creía que actuaba–. Te tengo que dejar; me están llamando.
—Ay, Pablo. Qué lástima –dijo ella con un tono mingón–. Bueno, estamos pendientes. Tenemos que celebrar esto. No tienes excusa; ya lo sabes.
—Sí, ok. Está bien.
—Yo cuadro con los muchachos y te avisamos. No te pierdas.
—No.
—Chau, pues. Un besote, amorcito mío, corazón de otra. ¡Qué ladilla con tu cuaima! Chao.
—Chao.

Pedro colgó la llamada y se quedó recostado de la cabina viendo a todos quienes pasaban. Por primera vez en mucho tiempo, de alguna manera, la vida le sabía menos agria, aunque él no se daba cuenta en el momento. Se levantó un poco la visera de la gorra y volteó a ver hacia la esquina donde habían atropellado al chamo. El chofer seguía con las manos en la cabeza. Lo tenían sentado en la acera unos policías que trataban de despegarle las palmas de las sienes para que agarrara el vaso que le ofrecían y tomara agua. El cadáver permanecía sobre el capó del carro, cubierto con una sábana estampada de pajaritos a la que ya se le había hecho una mancha de sangre a la altura de la cabeza. Pedro observó un rato pero no hubo una gota de fatalismo en su ser que se pudiera formar a partir de aquella escena. Lamentó la mala pata del chico, pero hasta ahí. En un momento, se volvió hacia el teléfono, lo descolgó nuevamente y, producto del hado, llamo a otro número.

—Aló –respondió un niño que tendría no más de seis años.
—Alo –contestó Pedro extrañado.
—Ajá, sí, ¿Quién es?
—Pedro.
—¿Con quién desea hablar, señor?
—Contigo –Respondió Pedro, inocente del ademán dulce que tenía en la boca desde el inicio de la conversación con el niño, y que, a estas alturas, ya era una media luna inmensa entre sus orejas–. ¿Cómo te llamas?
—Yo me llamo Jesús, señor. Pero yo no te conozco.
—No importa.
—Ah, bueno. Y mira, ¿y tú quieres jugar conmigo? Porque la maestra me enseñó unas adivinanzas hoy y yo quiero enseñártelas a ti.
—Sí, está bien. Dime una a ver si la adivino.
—Ajá. Mira, este; ajá, y… mira… ¿qué animal anda en la mañana en cuatro patas, en la tarde en dos patas y en la noche en tres patas?
—Ah, este… el perro –Pedro respondió lo primero que se le vino a la cabeza, estaba realmente jugando.
—No –dijo Jesús.
—Este… el gato.
—No –volvió a decir Jesús y empezó a reír porque se daba gusto con los intentos de Pedro.
—Entonces no sé.
—¡El hombre! –Jesús le dijo como si la respuesta fuese la más obvia al tiempo que se reía.
—¿Sí?
—Sí. Mira, es que ¿tú sabes? tú gateas en la mañana, que eres bebé; andas en dos patas en la tarde, que eres grande y caminas ya; y andas en tres patas cuando usas bastón en la noche, que eres viejo, ¿viste? –explicó Jesús a Pedro, riendo y como sermoneándolo.
—Ah, verdad. Tú si eres inteligente –Pedro alabó al niño sinceramente. Su habla, sin darse cuenta, había ido tornándose como la de los payasos de las fiestas, que él tanto criticaba. Es que no sabía de qué otra manera hablar con un niño–. Bueno, dime otra a ver si la adivino.
—Ah, bueno… eh… mira, tú, señor, mira; ajá, mira: muchos lo dan, casi nadie lo toma,… ajá… y… y… ya va que no me acuerdo… ajá; muchos lo dan, casi nadie lo toma,… cuando se necesita no se recibe y si se recibe casi nunca sirve, ¿qué es?
—“Muchos lo dan, casi nadie lo toma, cuando se necesita no se recibe y si se recibe casi nunca sirve.” –Pedro hizo una pausa porque esta vez sí se puso a pensar en el acertijo.
—Sí, ajá. ¿No sabes, señor?
—Ya va, Jesús. Muchos lo dan, casi nadie lo toma…
—No sabes, señor.
—Oye, Jesús. No sé. ¿Qué es?
—Es el consejo, señor. Mira, porque… –repentinamente, Jesús cayó y Pedro escuchó al fondo la voz de una mujer que iba haciéndose más clara.
—¿Quién es, Jesús? ¿Con quién hablas?
—Con el señor Pedro, mamá.
—Aló, ¿Quién habla? –pregunto la mujer cortés pero enfáticamente.

Pedro estaba riendo y pensando en el último acertijo. “El consejo”, pensaba, “De verdad que sí”. Al momento respondió de una manera involuntariamente cándida a la pregunta de la madre.

—Disculpe, señora. Marqué el número equivocado pero me quedé hablando con su hijo. Bueno, más bien jugando adivinanzas.
—Ay, disculpe a mi hijo. Él no sabe. Seguro lo hizo perder tiempo. Qué pena con usted.
—No se preocupe, señora.
—Bueno, igual disculpe.
—No se preocupe. Adiós.
—Adiós.

La línea se cerró y Pedro quedó recostado de espaldas en la cabina telefónica, con el tono intermitente en el oído y una sonrisa picassiana pintada con creyones de cera en su cara. Sin poner el auricular en su sitio, vio al cielo y sintió como los ojos casi se le quemarón. Entonces, los cerró. Permaneció con la cabeza levantada y la sonrisa en los labios, meciéndose. Así estuvo por un rato hasta que se volteó, cerró la línea, la volvió a abrir y pulsó otros nueve números.

La llamada repicó varias veces hasta que por fin descolgaron del otro lado. Cuando lo hicieron, primero se escuchó un golpe seco, y luego nadie habló. Pedro dijo aló varias veces pero no hubo respuesta. Sin embargo, podía escuchar, lejos de la bocina, lo que parecía una respiración agitada. Pensó que oía a alguien en problemas, asfixiándose, luchando por un poco de aire o por decir algo detrás de una mordaza. Pedro se desesperó porque aquello que llegaba a sus oídos era una lucha tremenda que se libraba en el interior de alguien y que en el exterior sólo podía escuchársele en un grito contenido y oscurecido. Pero Pedro se dio cuenta, apenas segundos después, de lo que todo aquello era. Lo que parecía un ahogo mortal era la garganta de una mujer que respondía a las señales de sus pulmones intoxicados de sexo. Ella gemía de placer, entregada con cada envestida de su amante, y a veces, en medio de un gemido, decía el nombre del hombre que la llenaba una y otra vez con su esencia física. Pedro se quedó pasmado, escuchando a la pareja que apenas a un número de teléfono de distancia estaba ida en el placer del deseo y la carne. Los chillidos de la mujer llenaban los oídos de Pedro. La imaginaba tumbada en una cama con las piernas abiertas, arqueando la espalda y girando las caderas con la frecuencia decadente del acto. Sin saber por qué, pensaba en aquella pareja como Aureliano Babilonia y Amaranta Úrsula en su arrebato incestuoso, maldito y predestinado.

La virilidad de Pedro se había venido haciendo más y más presente para el momento en que finalmente la mujer, entre alaridos dionisíacos, estalló en una supernova. Él puso la bocina en el teléfono y se quedó parado de frente al aparato esperando a que su sangre tomara cursos menos obvios. Poco más de un minuto después, se volteó y caminó hasta la orilla de la acera sin levantar la cara. Buscó el papel de caramelo manchado de mierda de pájaro, pero ya no estaba. Entonces, levantó la mirada hasta ver la torre azul oscuro de cuarenta y cinco pisos que estaba a cuatro canales de él. La recorrió completamente, de arriba abajo, mientras pensaba en cruzar o no la calle. No tardó mucho en abandonar la diatriba esta vez. Con las manos metidas en los bolsillos de su blue jean, se volteó, bajó la cabeza, escondió sus ojos verdes debajo de la visera de la gorra, y empezó a subir por la avenida que había bajado. Al llegar a la esquina, Pedro pasó al lado del cadáver tirado sobre el capó del carro y lo vio; lo vio y pensó “Hoy no”. Y se fue calle arriba. Tocaba en su piano de carne Ponle la clave, versión de Chucho Valdés.

Thursday, September 04, 2008

Desayuno en la ciudad (un mini relato)


Aquel chamo apenas había tenido que empezar a andar por su cuenta hace unos días. Como todas las mañanas desde entonces, entró a la cafetería a desayunar; como todas las mañanas desde entonces, pidió un café negro grande y un sándwich mixto; como todas las mañanas desde entonces –ya era la cuarta–, la mesera le trajo otra cosa, esta vez fue una arepa con queso amarillo y un jugo de lechosa. Él sólo levantó la mirada y dijo gracias a la espalda de la mujer, que ya se alejaba. Aunque el queso no le supo a nada y el jugo le supo un poco amargo, comió lo que no había pedido, pagó, se levantó y se fue.

A la mañana siguiente, llegó de nuevo el chamo a la cafetería para desayunar y pidió otra vez un café negro grande y un sándwich mixto. La mujer esta vez le trajo un omelette y un jugo de naranja. Él, como un día atrás, le dio las gracias y luego comió. El jugo, de nuevo, le supo amargo, más que el día anterior; el plato, ahora el omelette, ya no fue desabrido sino agrio. Al terminar, pagó y se fue. Al día siguiente, fue a desayunar al mismo sitio, pidió un café negro grande y un sándwich mixto otra vez, y otra vez la mesera le trajo otra cosa (una cachapa con queso de mano y una chicha). Él dio las gracias a la espalda de la mesera y comió. La cachapa le fue realmente agria y la chicha le pareció fermento de cuan amarga le supo y cuan fétida le hedió, pero igual comió y bebió. No dijo nada; sólo pagó y se fue. La amargura en su boca era tal que no dejaba de pasarse la lengua entre los labios y sus ojos se entrecerraban mientras salía del local y después mientras caminaba por la calle.

La séptima mañana, él fue a la cafetería por su desayuno. Nuevamente pidió un café negro grande y sándwich mixto. Nuevamente la mesera le trajo lo que le dio la gana: un sándwich de jamón y queso y un café con leche. Sin probar la comida, el amargor de aquel arbitrario desayuno le lleno la boca hasta la garganta. De nuevo se pasaba la lengua entre los labios por aquel infame sabor. Se levantó de la mesa en un envión, llamó con un tono firme a la mesera, que apenas se alejaba de él, y le reclamó como endemoniado pero sin subir la voz por su séptima arbitrariedad. La mujer quiso alterarse y hablarle más alto. Fue cuando él, sin dejar que la mesera terminara lo que pretendió contestarle, se le acercó a la cara y le dijo casi susurrando, aunque decididamente, que eso no era lo que él había pedido, ni hoy ni seis veces antes; que le trajera lo que él había ordenado. Luego se alejó, se sentó y apartó el plato y la taza. La mujer llegó a la mesa, recogió aquello y pidió disculpas con una voz perturbada por un notable vibrato. Minutos después, llegó con un café negro y un sándwich mixto sin que él hubiese repetido su pedido. El chamo comió y bebió con tanto gusto; todo sabía a lo que tenía que saber. Cuando terminó de comer, pagó, le dio las gracias a la mesera y se fue. Al día siguiente, fue a la misma cafetería para desayunar. Se sentó y pidió una arepa de pollo y un batido de guayaba. A los minutos la mesera, la de siempre, le trajo una arepa de pollo y un batido de guayaba. Él le dio las gracias a la espalda de la mujer, que ya se alejaba; comió, pago y se fue.

Saturday, August 16, 2008

UN CENTRO COMERCIAL EN MARACAY


Había pasado la tarde caminando a la sombra de los árboles de una avenida,
con el calor que derrite, y pensado en ti, Ginsberg, tanto que me dolió la cabeza.
¿Quizás de ver directo al Sol? Quizás de escuchar tu Aullido.
No sé.

Así como lo hiciste una vez, al menos una, entré pero en un centro comercial
de mujeres de silicón y ojos de neón, en busca de imágenes y repasando a miles tus anécdotas
disímiles. Sombras fue lo que encontré.
Lo sé.

Caminé por los pasillos, llenos de clones que no se parecían entre ellos,
y mis ojos entrenados en tus versos podían ver que eran eso, clones.
Lo sé.

Me siento un tipo anormal, Ginsberg. Me siento un tipo anormal porque creo que
soy normal. ¿Está mal? No es mi culpa, Ginsberg; es culpa de Galeano y su mundo patas arriba. Un tipo normal en medio de la anormalidad es anormal, no hay salida.
Así es.

Te vi en un espejo pero no me viste. Hablabas con Neruda, con Baudelaire y con Morrison.
Y Gabo los veía, desesperado, desde un apartado, tomando café. Te volviste loco
de repente, señalabas a la gente, y gritabas “Moloch”, “Moloch”, “Moloch”. No
te ven.

Caminamos por el pasillo buscando la salida, vemos gente metida en la dinámica
divina que nos hace malditos, Ginsberg. ¿Estamos condenados, Ginsberg?, ¿estamos muertos, Ginsberg?,
¿vivimos, Ginsberg?, ¿vivimos, Ginsberg?,
¿Estamos condenados, Ginsberg?, ¿estamos muertos, Ginsberg?
No sé.

Vemos sueños electromagnéticos en bolsas de papel con asas de cordel
hechas de papel. Sueños con 50% de descuento. Sueños con 50% + 25% de descuento.
Sueños en promoción 2x1. Gente probando sueños que le dan mujeres A, AA, AAA.
El último sueño. El sueño de moda. El sueño de todos. Sueños que caben en una bolsa.
Lo ves.

Aquí tengo una moneda, Ginsberg. La voy a poner bajo la gran alfombra de la entrada. Sí alcanza para que cruce;
esa tarifa no sube, siempre ha sido la misma; no hay inflación en la Estigia.
Lo sé.


Nota: claro que está inspirado por "Un supermercado en California" de Allen Ginsberg.

Tuesday, August 05, 2008

OTRA VEZ


Estoy deseando
verte otra vez entrar…
… a mi cuarto sin negarte a querer
más que un beso;
recorrerte otra vez
y entre piel,
entre piel hablarte.

Y sentirte,
respirando otra vez
en mi oído
de puro placer.

Y entre el incienso y la oscuridad,
el silencio deje escuchar
como nos encontramos otra vez,
otra vez, otra vez.

Extasiarme
con tu olor otra vez.
Rendirnos juntos después que…
entre el incienso y la oscuridad,
el silencio dejó escuchar
como nos encontramos otra vez,
otra vez, otra vez.

Monday, July 28, 2008

NO PUEDO HABLARTE


Todas mis líneas son tuyas
y no hay razón por la que no.
Cada gota derramada,
cada palabra sentida,
cada letra escrita,
cada hoja maculada.
No son líneas malditas,
el maldito soy yo.

Mi felicidad fue condenada
años antes de conocerte
cuando en un altar fuiste tomada
y yo, por ahí, vivía inocente.

Un corazón sangra
pero el mío, el mío Sangra;
Sangra sangre amarga,
Sangra sangre trémula
llena de tú imposible,
llena de mi desgracia;
desgracia de sólo verte,
verte y no poder tenerte.

Todas mis líneas son tuyas
y no hay razón por la que no.
Cada gota derramada,
cada palabra proscrita,
cada letra escrita,
cada hoja profanada.
No son líneas malditas,
el maldito soy yo.

Tengo que escribirte;
no puedo hablarte.

LA QUINTA NOCHE


Aquí estoy, tirado en esta cama. La única compañía que tengo es el televisor de la habitación, el sonido del aire acondicionado, este maldito frío y las enfermeras que entran, me dan la sonrisa postpagada que va a salir en la factura y las medicinas que no hacen otra cosa que retrasar mi mala hora. Cualquiera podría pensar que la muerte es lo peor que le puede pasar a uno. Una vez le escuché decir a alguien que morir es fácil, que lo difícil es vivir. Yo digo que es cierto, que lo difícil es vivir y que lo peor que le puede pasar a uno es el momento de vivir muriéndose, la agonía; eso y la soledad. Ahora, pongan las dos juntas y les digo que es echar al espíritu a hervir en azufre. Aquí estoy tirado en esta cama y ni siquiera puedo hablar; el silencio de los gritos que estoy dando me está terminando de arrebatar la poca cordura que me queda.

La soledad te vuelve loco. Ya ni mi voz está para hacerme compañía hablando solo como siempre lo había hecho; el hijo de puta cigarro me dejó sin cuerdas vocales hace dos años. Sólo tengo mis pensamientos, que, ahora al no poder salir de mí por ningún medio, me atormentan cada minuto de cada hora. Son como un enjambre que aprendió como volar eternamente y que suena y suena y suena en mi cabeza ahorita y después y en un rato y más tarde y luego y siempre y no se calla nunca. ¡No se callan nunca!. Estoy enfermo, me estoy muriendo y estoy solo, y las tres son mi culpa.

Estoy seguro que mi camino por la soledad lo empecé cuando tenía unos 1- años. Para esos días recién había probado la hiel de la traición, diría algún poeta divino en búsqueda de darle algo de sublime a esa vaina: la traición. Había estado de novio por más tiempo del que para esa edad sería saludable. Cuando uno está en esos años, debería experimentar estar con varías personas, conocer cuantos caracteres sea posible y formarse un criterio basado en las experiencias. De esa manera, creo, te haces menos susceptible a cualquier descalabro emocional. Una amiga me dijo años más tarde, mientras bajábamos unas escaleras en la universidad, que la experiencia es algo que no se le puede dejar de herencia a nadie. Como todo lo que dura más de lo que debe, acabó mal. Para cuando terminó mi relación con aquella chica, que era bella, tanto que me gané la antipatía y la enemistad de muchos, mujeres y hombres, porque ella estaba conmigo y la querían para ellos, pasaron dos cosas: empecé a fumar y me convencí que el que se enamora pierde. Yo, enamorado, me volví un perfecto imbécil, y ella lo sabía y hacía conmigo lo que le daba la gana. Lo que es más, cuando ya no le bastó con manipularme, decidió traicionarme. Mucho tiempo después, hablando con esa chica –ya mujer– me dijo que no me reconocía en mi hablar ni en mi actuar. Yo le dije que sería una desgracia si después de tantos años yo fuese el mismo, que estaría tan aburrido de mí y de todo que entre ese aburrimiento y la decepción de no haber sido capaz de evolucionar probablemente no estaría hablando con ella porque me habría suicidado. No supo que responder pero sus ojos vidriosos, aguados, me dejaron saber que había entendido perfectamente lo que le acababa de decir.

Esa mujer no me reconoció porque sencillamente después de la relación que tuve con ella desarrollé una aversión a que cualquier mujer tomará cualquier tipo de control en mi vida. No diría que me volví un misógino, para nada. Por el contrario, me abrí a andar con una y con otra mujer y con las que se presentaran. Recuerdo con una claridad casi ridícula el día que hice el amor con una en su casa, me fui de allí y me acosté con otra que también estaba saliendo conmigo, y luego, en la noche, mientras estaba en una fiesta encerrado en el baño con la segunda que me había acostado ese día, la primera me llamó por teléfono y le hablé con el cinismo más frío al tiempo que mi compañerita presente me daba una de las mejores mamadas que jamás recibí. 20 de Marzo de 1.9––.

—Aló —contesté el celular.
—Hola ¿Dónde andas?
—Hola, ¿Cómo está todo? Estoy con los muchachos.
— ¿Con los muchachos nada más?
—Sí, tú sabes, sábado en la noche, echándonos los palos, tipo tranquilo —dije hasta como medio aburrido.
—Esta tarde me hiciste acabar rico.
—Sí, yo se. Se notó.
—Sí eres malo. Quiero que vengas mañana. ¿Vienes mañana?
—Seguro, mañana en la mañana te llamo para cuadrar a ver si paso por allá en la tarde.
—Pero si eres así. Mira como me hablas.
—Es que me estoy quedando sin batería —en ese momento la mujer levantó la mirada desde allá abajo, me pareció que sospechó algo, así que la agarré por el cabello y me hundí en ella.
—Qué cuento más repetido —replicó en un tono de reclamo mojigato.
—Bueno, pero así es. Te llamo mañana en la mañana.

Sí, es cierto, no me importaba lo que sentían o pensaran y no quería que me importara.

Así como esa escena, así como ese día, fueron el resto de mis días por el resto de mis días con las mujeres. No me importó nunca lo que sentían, y a la primera señal de querer tomarse alguna atribución —que ahora se que cualquiera hubiese creído tener y con razón— les decía que les había dejado claro que a mi no me gustaban los rollos y por transitividad las mujeres enrolladas. Si insistían en mantenerse en la actitud, entonces me desentendía de ellas; no llamaba, no escribía, nada. Se me hacía tan fácil borrarlas; casi tanto como se me hacía convencerlas las otras dos o tres veces que las llamaba de nuevo para acostarme con ellas. Por supuesto que eso me llevó hasta estar aquí esta noche sin una compañera, una de esas que los cursis llaman Alma Gemela, una que ver durmiendo en un mueble a mi lado cuidándome esta noche o siquiera una que extrañar porque se hubiese ido ya y tener la esperanza de encontrarme de nuevo pronto con ella en otro mundo cualquiera después de estirar la pata. No. Nada. No hay Señora de mí, no hubo nunca Señora de mí y nunca hubo voluntad de mí parte que hubiese habido Señora de mí. Yo en mi eterno estado adolescente, rebelde, contestatario, con el concepto del amor como un jarrón de cerámica roto y reparado: pegado pero que se ve por donde se partió, no acepté a ninguna mujer que pretendió bailar conmigo la canción de la pareja estable, porque es eso, un baile, donde hay que acompañarse, guiar a veces y ser guiado otras. Yo no.

—Ay, señor, como que no ha dormido nada. ¿Cómo se ha sentido hoy?

Ésta debe tener problemas de aprendizaje, realmente. Tiene cuatro noches atendiéndome, sabe que no tengo cuerdas vocales y que no le puedo contestar y todavía entra y pregunta cómo me siento. ¿Cómo coño de la madre me voy a sentir con este tubo de mierda metido por la nariz, usando un pañal y pisando un botón para que vengan cuando me dan ganas porque si no me cago encima? Por lo menos está bien buena la enfermerita; tremendas nalgas que se le ven, incluso con ese uniforme azul.

—Listo. Con esa bolsa tiene hasta la mañana. Que duerma bien. Me voy a la habitación del señor de al lado. A esos hay que montarles guardia. Viene gente a verlo a toda hora y se meten fuera de la hora de visitas sin que uno se de cuenta. Chao.

Al tipo de al lado vienen a visitarlo a toda hora; a esta habitación no entran ni las moscas. ¡Qué carajo van a entrar! Aquí entran las enfermeras y los doctores y porque les pagan para eso, porque, como andan los asuntos de la ética en estos días, dudo que sea por algún juramento que parece más bien un requisito para graduarse; algo así como una fotocopia de la cédula y el original de las notas certificadas. Aquí no entra nadie; y es que yo no dejé entrar a nadie en mi vida y saqué a los que estuvieron adentro. Todos los que estuvieron conmigo en alguna parte de mi desgraciada existencia se fueron por motu proprio o yo hice que se fueran. He sido cuando no un cobarde un intolerante.

No pude nunca manejar la verdad sobre la ingratitud, los miedos y las miserias de los demás. Tantas veces me di a ser amigo y tantas veces alguna vaina me hacían que me devolvía a la realidad que me había construido donde lo lógico era ser un realísimo coño de madre. Aprendí una vez que la gente no valora, es ingrata o cuando menos no capta la empatía que tengas hacia ellas y terminan pateándote. Luego lo olvidé y lo recordé cuando me volvió a pasar; y así fue más veces de las que me quiero acordar. La última vez fue con una amiga, éramos un par de chamos. Esa mujer tenía una mente brillante y era bella. Tenía una inteligencia tan ligera que rozaba lo sublime. Era un poco floja pero con esa mente podía darse el lujo. Era la única mujer que me había encontrado que era así y la única que encontré así. Sin embargo, llevaba una vida que era de lo más injusta. Era abusada e irrespetada por casi todos quienes la rodeaban. Lo peor que le pudo haber pasado a F---- fue su esposo, un pajuo’ que nunca se dio cuenta de la mujer que tenía al lado. El tipo era un egoísta que no compartía con ella nada que para él no fuese importante. De su propia boca escuché un día cuando dijo “Yo no hablo con F---- de eso; sus peos son sus peos”. Ahí fue cuando confirmé lo que había sospechado siempre; que el tipo era un resentido, un egoísta y un imbécil. Desde ese momento supe por qué sentía que F---- no tenía el cariño, el amor y el aprecio que se merecía. A esa mujer la traté como nunca antes y nunca después traté a ninguna. Le hacía cumplidos que le mostraban que era bella, que era brillante; le tomaba la mano, le acariciaba el cabello y le pasaba la mano por la mejilla para hacerle saber que era querida, apreciada. De verdad la quería un mundo, no me enamoré de ella, no era eso lo que sentía, pero la quería… la quería. Tristemente, ella nunca dejó esa vida de indigencia emocional que llevaba; nunca se dio cuenta que sus ojos gritaban por atención y por comprensión (aunque se la pasaba viendose un espejo), y que su hablarme me mostraba sus miserias. Tristemente, F---- confundía mi empatía con quién sabe qué y me rechazaba a ratos. Yo lo aguanté hasta que un día en uno de esos rechazos –que estoy seguro eran más por el qué dirán que por una incomodidad propia– me tiró una piedra de borde filoso que me cortó. Esa vez recordé y me porté como la lógica me lo decía: como un real coño de madre. Que ella era esto o aquello y se merecía esto y lo otro no me importó, y cuando ya no tuvimos más nada que forzosamente compartir, la eché al hueco sin fondo de lo pasado. Así hice con F---- y así hice con cada una de las personas que me encontré en el camino. Mientras duraron, bien; luego, chao, que te vaya bien.

Yo con mi sentido de autopreservación –que era cobardía e intolerancia– y una estúpida ilusión fabricada de autosuficienciencia me quedé sólo, aislado y solo hasta esta hora. De esta habitación no entra ni sale nadie, no hay visitas. Aquí estoy tirado en esta cama. Mis pensamientos no se callan, son como un enjambre que aprendió cómo volar eternamente y que suena y suena y suena en mi cabeza. Son las dos y veintitrés de la madrugada. Ahí está otra vez esa mujer vestida de blanco. Esta es la quinta noche que viene a verme. La he rechazado cada una de esas veces pero hoy voy a recibirla; ya estoy cansado.

Wednesday, June 11, 2008

TERRENAL


Pensando, estando
aburrido, encerrado,
amanece y oscurece
mientras mi yo se desvanece.
Libres estamos si nos queremos pisotear
y somos tan pendejos que lo hacemos sin dudar.

Y el teatro del horror empezó ya
e Hiroshima sólo fue una función más
y el Sol se pondrá negro sin dudar
y la Luna de sangre se volverá.

Pensando, estando
confundido, aislado,
muy poco es lo que parece
y tu realidad se desvanece.
Buscas dentro de ti;
nada vas a encontrar
que no lo que queda
un alma sola, olvidada.

Y el teatro del horror empezó ya
e Hiroshima sólo fue una función más
y el Sol se pondrá negro sin dudar
y la Luna de sangre se volverá.

Es terrenal.

Wednesday, May 14, 2008

LLORA


Así van las cosas por estos lados,
viendo a la gente hacerse pedazos;
mentes brillantes, hijos de vecino, vírgenes maculadas, viudas alegres, abuelos pedófilos, todos…
Chamos perdidos entre un afiche de una banda,
un condón de tres bolos y un cacho de marihuana.
Esposas que dicen que quieren a sus maridos
mientras piensan en los orgasmos que les podría dar el vecino.
Esposos que dicen que quieren a sus costillas
mientras piensan en reventarle el culo a la vecina.
El vecino y la vecina huérfanos, hermanos,
ella de diecinueve y él de veintantos.
Mamás que entregan sus vidas a sus hijos
y estos las cambian por una línea de cocaína en el piso.
En la disco, en cualquiera, todas son lo mismo,
se repiten cada medio metro aspirantes a originales y exclusivos.
Niñas de inteligencia grande y exquisita
que mutilan su existencia al maldito culto a Afrodita.
Profesores que antes fueron rebeldes, excelentes,
ahora narcotizados en la flojera y muertas sus mentes.
Alumnos que se regocijan en logros académicos,
y que plagian, copian y mienten; son disfraces, son patéticos.
Ministros de la iglesia de un carpintero humilde y pobre
que se ahogan en soberbia, mierda y mucho cobre.
Y la última;
el maíz y la caña ya no son para la gente tener azúcar y harina,
son para poner a rodar los carros; ¡hijos de puta!, quisiera verlos tomando gasolina.

Friday, April 18, 2008

Escarcha Negra


Cuando entré al apartamento olí enseguida una esencia metálica. Escuché dos voces; venían del único cuarto del piso, así que caminé hacia allá. A medida que avanzaba por el angosto y sucio pasillo hacia la habitación, el olor metálico se hacía más fuerte, tanto que podía sentir como si hubiese tenido un sorbo de mercurio en la boca. Al pararme en la puerta del cuarto pude ver la mancha roja en la pared y unos pedazos de cerebro que habían chorreado pero que no llegaron al piso. Su cuerpo estaba tirado ahí en un charco de sangre. Sentí esa línea de frío que te baja por el cuerpo, de la cabeza a los pies, como si te estuvieran escaneando para hacerte un modelo tridimensional de ti mismo. Esa es la línea fría horizontal descendente que te deja saber que estás realmente cagado. Ya no aguanté más; el estómago se me revolvió, empecé a sudar helado, se me hizo un círculo negro de borde borroso en la vista (como ese que se ve en las películas cuado alguien ve por unos binoculares), las nauseas llegaron, sentí como las tripas se me contrajeron junto con el estómago y vomité. Vomité sobre uno de los policías. Se había parado diagonal a mí pero no había notado que estaba ahí. El tipo maldijo y se fue no se a dónde. En verdad no le paré bolas; una persona vomitada encima no puede competir con un puré sesos en una pared y un cadáver con un tiro en la cabeza. El otro policía, sin uniforme, un detective según la chapa que tenía colgada en la correa, se me acercó y me mostró un papel con un número de teléfono.

—¿Con usted fue que hablé hace un rato?
—Sí, fue conmigo.

El hombre quiso llevarme fuera del cuarto para hablar pero yo seguí caminando hacia el cuerpo. El detective me hablaba pero yo no lo escuchaba, estaba ido viendo el cadáver con el hueco en la cabeza. Cuando caminaba cerca de sus piernas, sentí que algo golpeó en mi mejilla y escuché cuando fue a dar al piso. Me pasé la mano y me la vi llena de sangre desde el borde de la muñeca hasta la punta del dedo que mostraba en cada foto que me tomaban cuando era un pseudoprotorockero adolescente preso de clichés conocidos en afiches y MTV. Volteé hacia arriba y había pedazos de cráneo pegados al techo con masa encefálica y más sangre, coagulándose. Resaltaba más aun porque el techo era particularmente blanco, limpio; no como el resto del apartamento con paredes rayadas, húmedas, asquerosas, y un olor a grasa vieja y sudor. En ese momento el detective me tomó del brazo y me pidió que saliéramos de ahí.

En la sala, que en realidad era un espacio asfixiantemente pequeño con una mesa decrépita, cuatro sillas rotas y un sofá de tres puestos pestilente, el detective me dijo que le hablara de la mujer que estaba en el cuarto con la tapa de los sesos volada hasta la pared y el techo. Le dije que la había conocido cuando era un niño pero que sin darme cuenta perdí contacto con ella. Bueno, en verdad no sabía –y no se– cuando había sucedido porque ella tenía una hermana y se parecían mucho, y a esta última le encantaba —y le encanta— hacerse pasar por esa mujer, así que nunca supe que la había perdido. Sólo hace unos años me di cuenta de eso. Empecé a buscarla desde ese día. Fue difícil porque no mucha gente la conocía realmente y cada vez que preguntaba por ella me decían “¿Estás ciego o eres estúpido? Mírala ahí”, y señalaban a la hermana. No me creían cuando les decía que esa no era ella, y yo mismo terminaba desmintiéndome. Eso me pasó una y otra y otra y otra vez. Al final dejé de andar preguntándole a otros por ella y la encontré por mi propia cuenta hace casi tres años ya. Le dije todo eso al detective, que estuvo de pie y callado todo el tiempo y se quedó así un momento más. Luego se sentó en una de las sillas. Yo saqué una carterita de brandy y me tomé un trago largo. El carajo me vio con cara de juicio, pero ni me molesté en decirle nada; mis demonios son míos y de más nadie. Además, ¿Dónde coño estaba la policía cuando el maldito malandro le hundió a mi mamá el puñal para quitarme el reloj de mi abuelo? El silencio hizo lo suyo y el detective habló.

—La cara quedó intacta. El tiro se lo dieron dentro de la boca. Esa mujer era bella. Usted me va a disculpar pero ¿Cómo es que vivía sola y en esta mierda tan fea y hedionda?
—Esta es una mierda fea y hedionda, así que no pida disculpas. Yo le pregunté lo mismo cuando la encontré. Le dije que por qué no se iba de aquí, que por qué no salía. Sólo me contestó que su belleza la había condenado a la soledad y al olvido porque ante ella la mayoría de la gente se asustaba, se intimidaba. Además, su hermana le había hecho creer a casi todo el mundo que era ella, y nadie la creía desaparecida; ps, incluso la creían una impostora cada vez que se la encontraban. Sin embargo, detective —dije después de una pausa—, últimamente muchas personas habían empezado a preguntar por ella y a buscarla.

El detective se levantó de la silla, empezó a caminar hacia el cuarto y me pidió que lo siguiera. Cuando llegó al umbral de la puerta de la habitación sus ojos casi se salieron de su cara. Entró con un apuro estéril y dijo en un grito ahogado:

—¡¿Qué carajo?!

Cuando entré vi lo que el detective. No había cuerpo, sólo un rastro de sangre que salía por la ventana y un mensaje escrito con escarcha negra en una de las paredes; era su letra, la de ella.

—¿Cómo se llamaba… o cómo se llama la mujer que estaba tirada aquí ahorita? —preguntó el detective con una alteración que se notaba en su respiración.
—Libertad.