Monday, July 28, 2008

NO PUEDO HABLARTE


Todas mis líneas son tuyas
y no hay razón por la que no.
Cada gota derramada,
cada palabra sentida,
cada letra escrita,
cada hoja maculada.
No son líneas malditas,
el maldito soy yo.

Mi felicidad fue condenada
años antes de conocerte
cuando en un altar fuiste tomada
y yo, por ahí, vivía inocente.

Un corazón sangra
pero el mío, el mío Sangra;
Sangra sangre amarga,
Sangra sangre trémula
llena de tú imposible,
llena de mi desgracia;
desgracia de sólo verte,
verte y no poder tenerte.

Todas mis líneas son tuyas
y no hay razón por la que no.
Cada gota derramada,
cada palabra proscrita,
cada letra escrita,
cada hoja profanada.
No son líneas malditas,
el maldito soy yo.

Tengo que escribirte;
no puedo hablarte.

LA QUINTA NOCHE


Aquí estoy, tirado en esta cama. La única compañía que tengo es el televisor de la habitación, el sonido del aire acondicionado, este maldito frío y las enfermeras que entran, me dan la sonrisa postpagada que va a salir en la factura y las medicinas que no hacen otra cosa que retrasar mi mala hora. Cualquiera podría pensar que la muerte es lo peor que le puede pasar a uno. Una vez le escuché decir a alguien que morir es fácil, que lo difícil es vivir. Yo digo que es cierto, que lo difícil es vivir y que lo peor que le puede pasar a uno es el momento de vivir muriéndose, la agonía; eso y la soledad. Ahora, pongan las dos juntas y les digo que es echar al espíritu a hervir en azufre. Aquí estoy tirado en esta cama y ni siquiera puedo hablar; el silencio de los gritos que estoy dando me está terminando de arrebatar la poca cordura que me queda.

La soledad te vuelve loco. Ya ni mi voz está para hacerme compañía hablando solo como siempre lo había hecho; el hijo de puta cigarro me dejó sin cuerdas vocales hace dos años. Sólo tengo mis pensamientos, que, ahora al no poder salir de mí por ningún medio, me atormentan cada minuto de cada hora. Son como un enjambre que aprendió como volar eternamente y que suena y suena y suena en mi cabeza ahorita y después y en un rato y más tarde y luego y siempre y no se calla nunca. ¡No se callan nunca!. Estoy enfermo, me estoy muriendo y estoy solo, y las tres son mi culpa.

Estoy seguro que mi camino por la soledad lo empecé cuando tenía unos 1- años. Para esos días recién había probado la hiel de la traición, diría algún poeta divino en búsqueda de darle algo de sublime a esa vaina: la traición. Había estado de novio por más tiempo del que para esa edad sería saludable. Cuando uno está en esos años, debería experimentar estar con varías personas, conocer cuantos caracteres sea posible y formarse un criterio basado en las experiencias. De esa manera, creo, te haces menos susceptible a cualquier descalabro emocional. Una amiga me dijo años más tarde, mientras bajábamos unas escaleras en la universidad, que la experiencia es algo que no se le puede dejar de herencia a nadie. Como todo lo que dura más de lo que debe, acabó mal. Para cuando terminó mi relación con aquella chica, que era bella, tanto que me gané la antipatía y la enemistad de muchos, mujeres y hombres, porque ella estaba conmigo y la querían para ellos, pasaron dos cosas: empecé a fumar y me convencí que el que se enamora pierde. Yo, enamorado, me volví un perfecto imbécil, y ella lo sabía y hacía conmigo lo que le daba la gana. Lo que es más, cuando ya no le bastó con manipularme, decidió traicionarme. Mucho tiempo después, hablando con esa chica –ya mujer– me dijo que no me reconocía en mi hablar ni en mi actuar. Yo le dije que sería una desgracia si después de tantos años yo fuese el mismo, que estaría tan aburrido de mí y de todo que entre ese aburrimiento y la decepción de no haber sido capaz de evolucionar probablemente no estaría hablando con ella porque me habría suicidado. No supo que responder pero sus ojos vidriosos, aguados, me dejaron saber que había entendido perfectamente lo que le acababa de decir.

Esa mujer no me reconoció porque sencillamente después de la relación que tuve con ella desarrollé una aversión a que cualquier mujer tomará cualquier tipo de control en mi vida. No diría que me volví un misógino, para nada. Por el contrario, me abrí a andar con una y con otra mujer y con las que se presentaran. Recuerdo con una claridad casi ridícula el día que hice el amor con una en su casa, me fui de allí y me acosté con otra que también estaba saliendo conmigo, y luego, en la noche, mientras estaba en una fiesta encerrado en el baño con la segunda que me había acostado ese día, la primera me llamó por teléfono y le hablé con el cinismo más frío al tiempo que mi compañerita presente me daba una de las mejores mamadas que jamás recibí. 20 de Marzo de 1.9––.

—Aló —contesté el celular.
—Hola ¿Dónde andas?
—Hola, ¿Cómo está todo? Estoy con los muchachos.
— ¿Con los muchachos nada más?
—Sí, tú sabes, sábado en la noche, echándonos los palos, tipo tranquilo —dije hasta como medio aburrido.
—Esta tarde me hiciste acabar rico.
—Sí, yo se. Se notó.
—Sí eres malo. Quiero que vengas mañana. ¿Vienes mañana?
—Seguro, mañana en la mañana te llamo para cuadrar a ver si paso por allá en la tarde.
—Pero si eres así. Mira como me hablas.
—Es que me estoy quedando sin batería —en ese momento la mujer levantó la mirada desde allá abajo, me pareció que sospechó algo, así que la agarré por el cabello y me hundí en ella.
—Qué cuento más repetido —replicó en un tono de reclamo mojigato.
—Bueno, pero así es. Te llamo mañana en la mañana.

Sí, es cierto, no me importaba lo que sentían o pensaran y no quería que me importara.

Así como esa escena, así como ese día, fueron el resto de mis días por el resto de mis días con las mujeres. No me importó nunca lo que sentían, y a la primera señal de querer tomarse alguna atribución —que ahora se que cualquiera hubiese creído tener y con razón— les decía que les había dejado claro que a mi no me gustaban los rollos y por transitividad las mujeres enrolladas. Si insistían en mantenerse en la actitud, entonces me desentendía de ellas; no llamaba, no escribía, nada. Se me hacía tan fácil borrarlas; casi tanto como se me hacía convencerlas las otras dos o tres veces que las llamaba de nuevo para acostarme con ellas. Por supuesto que eso me llevó hasta estar aquí esta noche sin una compañera, una de esas que los cursis llaman Alma Gemela, una que ver durmiendo en un mueble a mi lado cuidándome esta noche o siquiera una que extrañar porque se hubiese ido ya y tener la esperanza de encontrarme de nuevo pronto con ella en otro mundo cualquiera después de estirar la pata. No. Nada. No hay Señora de mí, no hubo nunca Señora de mí y nunca hubo voluntad de mí parte que hubiese habido Señora de mí. Yo en mi eterno estado adolescente, rebelde, contestatario, con el concepto del amor como un jarrón de cerámica roto y reparado: pegado pero que se ve por donde se partió, no acepté a ninguna mujer que pretendió bailar conmigo la canción de la pareja estable, porque es eso, un baile, donde hay que acompañarse, guiar a veces y ser guiado otras. Yo no.

—Ay, señor, como que no ha dormido nada. ¿Cómo se ha sentido hoy?

Ésta debe tener problemas de aprendizaje, realmente. Tiene cuatro noches atendiéndome, sabe que no tengo cuerdas vocales y que no le puedo contestar y todavía entra y pregunta cómo me siento. ¿Cómo coño de la madre me voy a sentir con este tubo de mierda metido por la nariz, usando un pañal y pisando un botón para que vengan cuando me dan ganas porque si no me cago encima? Por lo menos está bien buena la enfermerita; tremendas nalgas que se le ven, incluso con ese uniforme azul.

—Listo. Con esa bolsa tiene hasta la mañana. Que duerma bien. Me voy a la habitación del señor de al lado. A esos hay que montarles guardia. Viene gente a verlo a toda hora y se meten fuera de la hora de visitas sin que uno se de cuenta. Chao.

Al tipo de al lado vienen a visitarlo a toda hora; a esta habitación no entran ni las moscas. ¡Qué carajo van a entrar! Aquí entran las enfermeras y los doctores y porque les pagan para eso, porque, como andan los asuntos de la ética en estos días, dudo que sea por algún juramento que parece más bien un requisito para graduarse; algo así como una fotocopia de la cédula y el original de las notas certificadas. Aquí no entra nadie; y es que yo no dejé entrar a nadie en mi vida y saqué a los que estuvieron adentro. Todos los que estuvieron conmigo en alguna parte de mi desgraciada existencia se fueron por motu proprio o yo hice que se fueran. He sido cuando no un cobarde un intolerante.

No pude nunca manejar la verdad sobre la ingratitud, los miedos y las miserias de los demás. Tantas veces me di a ser amigo y tantas veces alguna vaina me hacían que me devolvía a la realidad que me había construido donde lo lógico era ser un realísimo coño de madre. Aprendí una vez que la gente no valora, es ingrata o cuando menos no capta la empatía que tengas hacia ellas y terminan pateándote. Luego lo olvidé y lo recordé cuando me volvió a pasar; y así fue más veces de las que me quiero acordar. La última vez fue con una amiga, éramos un par de chamos. Esa mujer tenía una mente brillante y era bella. Tenía una inteligencia tan ligera que rozaba lo sublime. Era un poco floja pero con esa mente podía darse el lujo. Era la única mujer que me había encontrado que era así y la única que encontré así. Sin embargo, llevaba una vida que era de lo más injusta. Era abusada e irrespetada por casi todos quienes la rodeaban. Lo peor que le pudo haber pasado a F---- fue su esposo, un pajuo’ que nunca se dio cuenta de la mujer que tenía al lado. El tipo era un egoísta que no compartía con ella nada que para él no fuese importante. De su propia boca escuché un día cuando dijo “Yo no hablo con F---- de eso; sus peos son sus peos”. Ahí fue cuando confirmé lo que había sospechado siempre; que el tipo era un resentido, un egoísta y un imbécil. Desde ese momento supe por qué sentía que F---- no tenía el cariño, el amor y el aprecio que se merecía. A esa mujer la traté como nunca antes y nunca después traté a ninguna. Le hacía cumplidos que le mostraban que era bella, que era brillante; le tomaba la mano, le acariciaba el cabello y le pasaba la mano por la mejilla para hacerle saber que era querida, apreciada. De verdad la quería un mundo, no me enamoré de ella, no era eso lo que sentía, pero la quería… la quería. Tristemente, ella nunca dejó esa vida de indigencia emocional que llevaba; nunca se dio cuenta que sus ojos gritaban por atención y por comprensión (aunque se la pasaba viendose un espejo), y que su hablarme me mostraba sus miserias. Tristemente, F---- confundía mi empatía con quién sabe qué y me rechazaba a ratos. Yo lo aguanté hasta que un día en uno de esos rechazos –que estoy seguro eran más por el qué dirán que por una incomodidad propia– me tiró una piedra de borde filoso que me cortó. Esa vez recordé y me porté como la lógica me lo decía: como un real coño de madre. Que ella era esto o aquello y se merecía esto y lo otro no me importó, y cuando ya no tuvimos más nada que forzosamente compartir, la eché al hueco sin fondo de lo pasado. Así hice con F---- y así hice con cada una de las personas que me encontré en el camino. Mientras duraron, bien; luego, chao, que te vaya bien.

Yo con mi sentido de autopreservación –que era cobardía e intolerancia– y una estúpida ilusión fabricada de autosuficienciencia me quedé sólo, aislado y solo hasta esta hora. De esta habitación no entra ni sale nadie, no hay visitas. Aquí estoy tirado en esta cama. Mis pensamientos no se callan, son como un enjambre que aprendió cómo volar eternamente y que suena y suena y suena en mi cabeza. Son las dos y veintitrés de la madrugada. Ahí está otra vez esa mujer vestida de blanco. Esta es la quinta noche que viene a verme. La he rechazado cada una de esas veces pero hoy voy a recibirla; ya estoy cansado.