Thursday, September 25, 2008

----------------- (una carta)


Casi no podía leer lo escrito en el papel. Es que estaba en muy mal estado. La tinta se había chorreado. Me imagino que fue trabajo de la lluvia que había terminado apenas un rato antes. La misma lluvia que me trajo en la corriente de agua que se había formado entre la acera y el asfalto de la calle esa hoja amuñuñada como una pelotica. Finalmente pude leerla.


“Para ti.

Estoy escribiendo esta carta para no dártela, nunca.

Sí, lo sé; es una real estupidez. Pero qué más podía nacer de algo tan bizarro y perverso como el amor, que te come vivo pero te hace sentir vivo. Y el que te tengo es peor, es droga; me escoñeta y sigo metiéndomela. Cada vez que lo esnifo o me lo inyecto o me lo fumo, me quita un pedazo, y aun así no lo puedo dejar. Además, sin esperanzas de morir, porque la vaina es prometeica.

Lo escuché un montón de veces. Parezco una jodida novela mexicana. ¡Qué patético! Venir a meterme en la cabeza precisamente a la caraja que no puedo tener. ¡Verga, a la que ni siquiera puedo decírselo!

No importa cuántas veces me he puesto a pensar en esto y me he convencido de que voy a dejarme exiliarte de mí, esta paila de plástico hirviendo me cae en el alma cada vez que te veo. Y de paso tener que vivirme esto mudo, mudo y solo. ¿Ves lo que te digo?, es droga.

Yo se que te irías.

Me quedo callado porque me aterra que te alejes de este despojo que soy si abro la boca y te dejo salir para que te escuches cómo estás dentro de mí. Me hela los huesos la idea de estar sin ti que me clavas cuchillos con tus “Yo te quiero” de amiga y tus abrazos de amiga y tus besos de amiga, mientras yo te amo. ¡Coño de la madre! Si sólo pudiera decirte que te amo y así acabar de una vez con este ardor de mierda. Pero no puedo; soy un cobarde.

Soy cobarde. Soy un cobarde.

No soporto si quiera pensarme sin ti, aunque estoy sin ti. Prefiero la lima dándome en los dientes cuando te tengo al lado que el foso frío, oscuro, vacío y muerto que sería tu ausencia.

Todo lo que mato en mi garganta cuando te tengo al frente. Amarte en silencio es una tortura, pero sólo sufren los que están vivos.

Maldita sea.”


º

Monday, September 15, 2008

HOY NO


Con los ojos verdes bien abiertos y escondidos debajo de la visera de una gorra deshilachada de pana, la cabeza baja y un paso apurado pero decidido, Pedro había ido camino al edificio que ahora estaba ahí mismo, al cruzar la calle por la que había venido bajando. Se detuvo al lado de una cabina telefónica y levantó al fin la mirada. Observó los cuatro canales de la avenida. Siguió moviendo los ojos hacia arriba hasta que alcanzó a ver donde terminaban los cuarenta y tres pisos más dos terrazas de concreto forrados con espejos de un azul extremadamente oscuro. Pedro tenía las manos metidas en los bolsillos laterales del pantalón y movía sus dedos a una velocidad increíble. Tocaba en su muslo, que hacía de piano, El vuelo del Abejorro al tiempo que repasaba seis veces esos cuarenta y cinco pisos frente a él. Cuando subía la mirada, lo hacía lentamente, pero, cuando venía del cenit hacia el hall de entrada, lo hacía acelerando a 9,8 m/s2. Ahí parado, encogió los hombros y, sin parar por un momento su ejecución maestra en el piano de carne, pensó “La perra parece tan simple…”; la gente pasa caminando, un niño ríe con su mamá, una chica con un gran escote y un jean ajustadísimo provoca silbidos y alguno que otro suspiro, una pareja va agarrada de manos a pesar de los 34ºC a las 2:40 p.m.; una sarta de lugares comunes que hacían que Pedro aumentara frenéticamente el tempo de la pieza que tocaba en su pierna al sentir que la vida se burlaba de él poniéndose una máscara de carita feliz mientras lo sodomizaba.

Cuando al fin Pedro tocó la última nota en su muslo, se sacó las manos de los bolsillos y dejó colgar sus brazos. Sus hombros se fueron arqueando hacia delante y sus ojos quedaron de nuevo escondidos debajo de la visera, que por arriba tenía escrito en tinta negra ‘27’. Su frente empezó a llenarse rápidamente de gotas de sudor y sus pupilas se dilataron un poco a pesar de que el Sol brillaba con el típico fulgor de la hora. Las gotas saladas en la frente de Pedro se volvieron líneas que terminaban desparramadas en sus ojos, tras lo cual ardían enrojecidos. Pero él permanecía ahí inmóvil, desgarbado, con la cabeza gacha. En poco tiempo, sus manos comenzaron a sudar y a temblar con una frecuencia cadente. Pedro las cerró y formó dos rocas con sus puños que en segundos empezó a estrellar contra sus muslos. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete…, cuarenta veces y cuarenta veces golpeó sus muslos con sus puños hasta que se detuvo como congelado por el botón de pause de un control remoto. Abrió sus manos y quedó de nuevo con los brazos colgando. Sus ojos verdes permanecieron catalépticos viendo una mancha de mierda de pájaro sobre un papel de caramelo que estaba en el borde de la acera. Cualquier cantidad de zapatos pasaban cerca de ese papel, cerca de Pedro, pero estaban tan ausentes para él como él para ellos. Luego de varias vueltas del segundero, se llevó, perezosas, las manos a la cara después de levantarla. Puso la punta de los dedos en su frente, las palmas en sus cachetes, y las dejó deslizarse hasta que las falanges estiraron hacia abajo la comisura de sus labios. Nuevamente repasó los cuarenta y cinco pisos frente a él de la misma manera: subió la mirada lentamente hasta el tope del edificio y luego bajó acelerando hasta el hall de entrada. Pedro tomó un aliento profundo que le dilató el pecho y luego botó el aire como para apagar una llama. Decidido y listo para cruzar, miró a la izquierda, miró a la derecha, levantó el pie para dar el paso…

‘ring’…, ‘ring’…, ‘ring’…

Pedro se volteó y se quedó mirando la cabina telefónica.

‘ring’…, ‘ring’…

—Aló –contestó.
—Aló. Buenas tardes. Me comunica con José, por favor. Dígale que es Santiago.

La boca de Pedro se torció en una mueca que traducía extrañeza y que le copió, sin saberlo, a su abuela cuando era un niño.

—Esto es un teléfono público. Se equivocó de número –le informó Pedro a Santiago.
—¡¿Un teléfono público?¡… Sí, me equivoqué. Gracias de todas maneras… ¡Un teléfono público! –y el hombre empezó a carcajearse.

Al otro lado de la línea, Pedro escuchó alejarse la risa hasta que desapareció detrás de un tono intermitente. Recostado de la cabina, colgó la llamada con la mano derecha sin quitarse el auricular del oído izquierdo. Inmediatamente, abrió la línea de nuevo y marcó un número al azar en un ejercicio sin sentido, autista, que hacia que sus dedos se movieran sobre el panel de números buscando algo que no sabían qué era. Luego de x cantidad de golpes sobre las teclas, Pedro dejó de marcar tan repentinamente como había dejado de golpear sus puños contra sus muslos minutos antes. Se quedó ahí, de nuevo desconectado, escuchando la nada al otro lado de la línea, pero en un momento se enderezó y abrió los ojos más de lo normal. “¡Verga! (la llamada había empezado a repicar en algún sitio), esta vaina está libre”, dijo. Luego de cuatro repiques, una mujer contestó.

—Aló.
—Aló –respondió él.
—¿Quién es?
—… Pedro.

Un silencio de segundos eternos le produjo a Pedro una ansiedad infinitesimal pero profunda que casi hizo que colgara la llamada para cruzar la calle, mas la voz se dejó escuchar otra vez.

—¿Qué Pedro?
—Disculpa, tú no me conoces.
—Ajá…
—Por lo menos es la voz de una mujer lo que escucho antes de irme –dijo Pedro subiendo el volumen y terminó con un ‘ja’ que sonó sin que abriera su boca.
—¿Y para dónde te vas a ir?
—No se. Nadie sabe en verdad.
—Dichoso. Por lo menos tú te vas para algún lado –dijo la mujer en un tono que mostraba su deseo por la aparente fortuna de Pedro, que se iba a algún lado.
— ¿Ah sí? ¿Te parece?
— ¿Que si me parece? Ay, Pedro –dijo la mujer en medio de un suspiro quejumbroso–. Este teléfono lo tengo hasta que la telefónica se de cuenta que existe.

Hubo otra larga pausa pero ahora Pedro sólo se quedó con el auricular en el oído escuchando la respiración ínfima de la mujer, y sin darse cuenta sincronizó la suya con la de ella. Ambos entraron en una especie de trance inducido y dictado por el ritmo y el volumen de la respiración de la mujer que fueron aumentando hasta el borde de la hiperventilación, y que ella interrumpió repentinamente para hablar de nuevo y evitar sofocarse con aquel furor incauto de exceso de vida.

—¿Sabes?, hoy les di de almuerzo a mis dos hijas espagueti con pura sal; yo no almorcé. Y anoche cenamos agua con papelón –la voz de la mujer se había venido derrumbando y esto último lo dijo entrecortado hasta que finalmente el nudo en su garganta que producía aquello se hizo un llorar.

Pedro guardó silencio mientras al otro lado de la línea se escuchaba el moqueo y el quejido en el llanto de la mujer, como el de un cachorro perdido en la noche; un quejido que finalmente explotó en un grito de dolor que le nació en el vientre y se le llenó en el corazón. Su mandíbula –la de Pedro– empezó a temblar y sus ojos se volvieron pozos.

—Discúlpame. Chao –dijo Pedro con la voz temblorosa.
—No te preocupes –contestó la mujer, que en medio de su sollozar atinó a decir algo más–. Ah, me llamo Ruth… Gracias; tenía que decirle algo a alguien.

Pedro colgó la llamada de nuevo con la mano derecha. Dejó suspendido el auricular en su hombro para secarse los ojos con la otra mano. Su mente estaba absorta, casi hipnotizada por el grito y el lamento de Ruth, que le sonaban incesantemente, unas veces separados, otras mezclados. Luego de casi dos minutos de aquello, comenzó a golpear la cabeza contra la cabina telefónica sin darse cuenta. Mientras hacía esto, empezó a marcar nuevamente sobre el panel de números del aparato.

—Aló –contestó un chamo con una voz macilenta que terminó en una expiración narcótica.

Pedro permaneció callado escuchando por el teléfono el beat de una canción que se oía al fondo y que reconoció, Born Slippy. No se daba cuenta, pero cerraba los ojos, apretaba los dientes y sacudía la cabeza como si de repente se estrellara contra algo, y esto lo hacía al ritmo de ese beat que escuchaba por el teléfono. Después de casi un minuto, el chamo volvió a hablar y sacó a Pedro de su estado.

—¡Coño, aló! ¿Quién carajo llama?
—Tranquilo, pana. Chao.
— ¡Tú sí eres arrecho! Verga, viejo –hubo un silencio corto–. Ah, ya se. Te mandó mi papá a que llamaras a ver qué estoy haciendo.
Pedro no respondió nada pero no colgó la llamada.
—Dile que estoy con dos putas que están bien ricas, metiéndome una bolsa de coca –dijo el chamo en un tono que, más que desvergüenza, era de desesperanza, rabia, venganza–. Ay, sí, no joda. ¿Me va a estar montando vigilancia ahora, ese viejo pajuo’, cuando nunca me paró bolas? ¿Ahora si está cagao’? ¡Que vaya a mamarse un millón de cabezas de güebo!... suéltame, maldita.

Pedro parpadeó y dio un pequeño sacudón a su cabeza cuando el chamo, después de gritar a una de las mujeres que dijo estaban con él, tiró el teléfono para trancar la llamada. Ese golpe sólo hizo volver a Pedro en sí momentáneamente: el instante en el que sonó y el tris mientras dijo “Coño”. Inmediatamente volvió a ese estado miserable y ausente que había tenido desde la mañana. Sin embargo, la violencia de la última conversación lo despertó un poco, y, además, empezó a sentir curiosidad por la cantidad de gente con la que podía hablar desde ahí. Lo único que dejaba notar esto era el movimiento de sus dedos maestros, que se paseaban rápidamente por sobre las teclas del teléfono mientras él contenía la respiración; tocaba una y otra tecla pero no pulsaba ninguna. Finalmente, tomó aire y marcó nueve números. La llamada repicó cinco veces y contestó una mujer.

—Aló.
—Aló.
—¿Quién llama? –preguntó la mujer.
—¿Cómo estás? –preguntó él. La mujer estuvo callada un momento.
—¿Quién es?
—Pedro.
—¡Pedro!, se te escucha la voz rara, no pareces tú.

De inmediato él supo que se trataba de otra persona, que lo habían tomado por otro, pero no le dio importancia. En vez de intimidarse, salió al paso con una excusa barata, inventada al momento, pero que se acomodó perfectamente a lo que le dijo la mujer, como una técnica de aikido.

—Sí, es que tengo la garganta medio inflamada.
—Con razón.
—Sí… –no dijo más.
—¿Qué te pasa?
—No, nada. ¿Cómo estás?
—Bueno, tú sabes… ahí. Apenas hace un mes enterramos a Juan –la mujer calló un momento–. Esto es horrible, Pedro; nadie sabe lo duele enterrar a un hijo…

Pedro se sintió mal, se sintió mal y se sintió estúpido, y no tanto por lo que acababa de escuchar, sino por su tino para lo improbable. De todos los números que pudo haber marcado, él marcó el de una casa donde recién una mamá había perdido a su hijo. Sí, la vida es un arlequín sádico.

—…, pero tengo que aguantármelo, tragarme todo. Menos mal que llamaste, Pedro; coño, coño de la madre –en ese momento, ella empezó con un llanto agazapado, reprimido, profundo–, menos mal que llamaste y tu hermano no está. ¡Ay, mi hijo, Pedro!, ¡ay, ay, ay!. ¿Qué hago?, tu hermano está deshecho, no deja de llorar, llora o se queda lelo, sentado en el mueble con los ojos perdidos y la mano levantada como acariciando la cabeza de Juan, pero él ya no está, Pedro. ¡Ay, Dios mío!, él ya no está, mi hijo ya no está, y no puedo dejarme caer porque se me muere tu hermano también. Ay, ay, mi esposo, chico, mi esposo, tu hermano…

Pedro no sabía que hacer. El dolor de aquella mujer lo llenaba de angustia. Se le revolvían los sentimientos en la barriga. Ella pensaba que hablaba con su cuñado y él no le podía decir que no era él; no se atrevía. Cada vez que la escuchaba lamentarse, se sentía culpable de estar engañándola, pero no se le borraba de la cabeza el “menos mal que llamaste… menos mal que llamaste”. Aquello era tan divino como perverso. La liberación del sufrimiento con el sufrimiento.

—… No sabes la que he tenido que aguantar, Pedro. No hombre, chico, hay que ver lo que es esto. Todo se puede solucionar, pero la muerte… No se suponía que enterrara a mi hijo; ¡no, coño!; era él, era Juan el que tenía que enterrarme a mí. Él un hombre y yo viejita.

La mujer siguió llorando sin decir nada. Lo único que podía escuchar Pedro era el dolor y la impotencia que traducían sus lamentos y su sollozo. Él sólo trancó la llamada suavemente. No le salió voz para decirle nada.

En silencio y con los brazos cruzados, Pedro se quedó parado frente la cabina telefónica, dividido entre hacer otra llamada o cruzar la calle. Se mantuvo por minutos ahí como una estatua, con la mirada clavada en el teléfono, en un entrevero intenso que cualquiera hubiese confundido con una cavilación sobre algún aspecto filosófico de aquel aparato que parecía ser contemplado; o solamente con un idiota viendo un teléfono. Así estuvo Pedro hasta que el chirrido de un frenazo y una suma de gritos que vinieron luego le pusieron de nuevo en el plano de los demás. Instintivamente se volteó hacia el sitio de donde escuchó venir aquel sonido y empezó a caminar hacia allá. Eran unos escasos metros, donde estaba parado un carro en medio de la avenida. Lo primero que vio Pedro fue un hombre de unos cincuenta años, el conductor, que corría descontrolado alrededor del vehículo agarrándose la cabeza con las manos. Al llegar más cerca, vio una pierna temblando que colgaba por encima del guardafango derecho. Justo debajo de la rodilla se asomaban de la carne los huesos con las puntas astilladas, y la sangre empezaba chorrear por la pierna hacia el asfalto. Cuando estuvo más próximo, pudo ver lo demás. El resto del cuerpo hacía espasmos sobre el capó y sangraba a borbotones por la boca, los oídos y la nariz. Pedro se quedó allí mirando, sordo a los gritos que pululaban, impávido, viendo como se extinguía la vida de aquel muchacho. Y finalmente pasó. Después de una larga bocanada de claudicación, cesaron los temblores desordenados cuando el cuerpo se hizo cadáver. Sólo un hilo rojo se movía hasta donde terminaba la cubierta del motor para luego caer ininterrumpido y formar un charco en el pavimento. Pedro se volteó y caminó nuevamente hacia la cabina telefónica. Descolgó y marcó.

Ocho repiques.

—Aló –contestó jadeante una chama.
—Aló.
—Disculpa que… me tardé en…. contestar… Es que venía entrando… a la casa… ¿Quién es?

Esta vez Pedro no dio su nombre, sino que dijo algo que él mismo odiaba que le dijeran cuando lo llamaban por teléfono.

—Soy yo.
—¿Quién es “yo”?
—Bueno, yo. No me digas que ya no…
—¡¿Pablo?! Muchacho, cuanto tiempo –le interrumpió la chica.
—Sí, bastante –le siguió la corriente Pedro.
—¿Qué has hecho?, ¿cómo estás?
—Todo bien. Ando en lo mismo de siempre. ¿Y tú?, ¿cómo andas?
—Ay, buenísimo. Estuve mal por unos meses.
—¿Sí?
—Sí. Después que terminé con el innombrable, me concentré en el trabajo, pero me botaron en una reducción de personal. Estuve desempleada por casi cinco meses. Chamo, me comí los cables. Cómo será que me retrasé en el pago del alquiler por dos meses. Si no te conociera diría que eres una rata. Los supuestos amigos se perdieron del mapa a la tercera vez que les dije que no podía salir a joder con ellos porque no tenía dinero. Te lo repito: me comí los cables, ¡y solita!
—Verga –respondió Pedro con un tono falso de impresión mientras hacía muecas de fastidio por el cuento de la chama.
—Imagínate que para las últimas dos entrevistas que fui tuve que pintarme donde Magda porque ya no tenía ni maquillaje y, tú sabes, primero muerta que sencilla –ella rió al terminar de decir esto y Pedro torció la boca–. No, vale, en serio. Es que no tenía plata y no podía presentarme como una loca así sin una pinturita con esa gente. Qué iban a pensar.
—¿Y entonces?, ¿Cómo que estás buenísimo?
—Bueno, chico, porque esta mañana me llamaron de la empresa donde hice la penúltima entrevista para que me presentara allá al mediodía. Cuando llegué, me pasaron a hablar con el tipo de recursos humanos y me dijo que el puesto era mío.
—Oye, qué bien –contestó Pedro naturalmente.
—Y no sólo eso, sino que es un paquetazo, chamo. El sueldo es buenísimo, me pagan bonos y tengo seguro. Estoy demasiado contenta, Pablo.

La mujer estaba realmente feliz. Cada palabra que salía de su boca tenía el brillo de la esperanza que sólo tienen las de quienes han visto la oscuridad y han caminado en ella. Pedro no se había dado cuenta, pero tenía una sonrisa ínfima. Era producto de la empatía con la chica y su buena fortuna. Sin embargo, él no hablaba mucho, no se atrevía a decir más de la cuenta; temía que ella descubriera que él no era Pablo y, entonces, aquella melodía de dicha fuese acabada fatalmente. En esos términos, para que finalizara bien la cosa, decidió ser él mismo quien terminara la conversación. Necesitaba que fuera así.

—De verdad me alegra escuchar que estás bien. Felicitaciones por tu nuevo trabajo –dijo Pedro con una alegría que él creía que actuaba–. Te tengo que dejar; me están llamando.
—Ay, Pablo. Qué lástima –dijo ella con un tono mingón–. Bueno, estamos pendientes. Tenemos que celebrar esto. No tienes excusa; ya lo sabes.
—Sí, ok. Está bien.
—Yo cuadro con los muchachos y te avisamos. No te pierdas.
—No.
—Chau, pues. Un besote, amorcito mío, corazón de otra. ¡Qué ladilla con tu cuaima! Chao.
—Chao.

Pedro colgó la llamada y se quedó recostado de la cabina viendo a todos quienes pasaban. Por primera vez en mucho tiempo, de alguna manera, la vida le sabía menos agria, aunque él no se daba cuenta en el momento. Se levantó un poco la visera de la gorra y volteó a ver hacia la esquina donde habían atropellado al chamo. El chofer seguía con las manos en la cabeza. Lo tenían sentado en la acera unos policías que trataban de despegarle las palmas de las sienes para que agarrara el vaso que le ofrecían y tomara agua. El cadáver permanecía sobre el capó del carro, cubierto con una sábana estampada de pajaritos a la que ya se le había hecho una mancha de sangre a la altura de la cabeza. Pedro observó un rato pero no hubo una gota de fatalismo en su ser que se pudiera formar a partir de aquella escena. Lamentó la mala pata del chico, pero hasta ahí. En un momento, se volvió hacia el teléfono, lo descolgó nuevamente y, producto del hado, llamo a otro número.

—Aló –respondió un niño que tendría no más de seis años.
—Alo –contestó Pedro extrañado.
—Ajá, sí, ¿Quién es?
—Pedro.
—¿Con quién desea hablar, señor?
—Contigo –Respondió Pedro, inocente del ademán dulce que tenía en la boca desde el inicio de la conversación con el niño, y que, a estas alturas, ya era una media luna inmensa entre sus orejas–. ¿Cómo te llamas?
—Yo me llamo Jesús, señor. Pero yo no te conozco.
—No importa.
—Ah, bueno. Y mira, ¿y tú quieres jugar conmigo? Porque la maestra me enseñó unas adivinanzas hoy y yo quiero enseñártelas a ti.
—Sí, está bien. Dime una a ver si la adivino.
—Ajá. Mira, este; ajá, y… mira… ¿qué animal anda en la mañana en cuatro patas, en la tarde en dos patas y en la noche en tres patas?
—Ah, este… el perro –Pedro respondió lo primero que se le vino a la cabeza, estaba realmente jugando.
—No –dijo Jesús.
—Este… el gato.
—No –volvió a decir Jesús y empezó a reír porque se daba gusto con los intentos de Pedro.
—Entonces no sé.
—¡El hombre! –Jesús le dijo como si la respuesta fuese la más obvia al tiempo que se reía.
—¿Sí?
—Sí. Mira, es que ¿tú sabes? tú gateas en la mañana, que eres bebé; andas en dos patas en la tarde, que eres grande y caminas ya; y andas en tres patas cuando usas bastón en la noche, que eres viejo, ¿viste? –explicó Jesús a Pedro, riendo y como sermoneándolo.
—Ah, verdad. Tú si eres inteligente –Pedro alabó al niño sinceramente. Su habla, sin darse cuenta, había ido tornándose como la de los payasos de las fiestas, que él tanto criticaba. Es que no sabía de qué otra manera hablar con un niño–. Bueno, dime otra a ver si la adivino.
—Ah, bueno… eh… mira, tú, señor, mira; ajá, mira: muchos lo dan, casi nadie lo toma,… ajá… y… y… ya va que no me acuerdo… ajá; muchos lo dan, casi nadie lo toma,… cuando se necesita no se recibe y si se recibe casi nunca sirve, ¿qué es?
—“Muchos lo dan, casi nadie lo toma, cuando se necesita no se recibe y si se recibe casi nunca sirve.” –Pedro hizo una pausa porque esta vez sí se puso a pensar en el acertijo.
—Sí, ajá. ¿No sabes, señor?
—Ya va, Jesús. Muchos lo dan, casi nadie lo toma…
—No sabes, señor.
—Oye, Jesús. No sé. ¿Qué es?
—Es el consejo, señor. Mira, porque… –repentinamente, Jesús cayó y Pedro escuchó al fondo la voz de una mujer que iba haciéndose más clara.
—¿Quién es, Jesús? ¿Con quién hablas?
—Con el señor Pedro, mamá.
—Aló, ¿Quién habla? –pregunto la mujer cortés pero enfáticamente.

Pedro estaba riendo y pensando en el último acertijo. “El consejo”, pensaba, “De verdad que sí”. Al momento respondió de una manera involuntariamente cándida a la pregunta de la madre.

—Disculpe, señora. Marqué el número equivocado pero me quedé hablando con su hijo. Bueno, más bien jugando adivinanzas.
—Ay, disculpe a mi hijo. Él no sabe. Seguro lo hizo perder tiempo. Qué pena con usted.
—No se preocupe, señora.
—Bueno, igual disculpe.
—No se preocupe. Adiós.
—Adiós.

La línea se cerró y Pedro quedó recostado de espaldas en la cabina telefónica, con el tono intermitente en el oído y una sonrisa picassiana pintada con creyones de cera en su cara. Sin poner el auricular en su sitio, vio al cielo y sintió como los ojos casi se le quemarón. Entonces, los cerró. Permaneció con la cabeza levantada y la sonrisa en los labios, meciéndose. Así estuvo por un rato hasta que se volteó, cerró la línea, la volvió a abrir y pulsó otros nueve números.

La llamada repicó varias veces hasta que por fin descolgaron del otro lado. Cuando lo hicieron, primero se escuchó un golpe seco, y luego nadie habló. Pedro dijo aló varias veces pero no hubo respuesta. Sin embargo, podía escuchar, lejos de la bocina, lo que parecía una respiración agitada. Pensó que oía a alguien en problemas, asfixiándose, luchando por un poco de aire o por decir algo detrás de una mordaza. Pedro se desesperó porque aquello que llegaba a sus oídos era una lucha tremenda que se libraba en el interior de alguien y que en el exterior sólo podía escuchársele en un grito contenido y oscurecido. Pero Pedro se dio cuenta, apenas segundos después, de lo que todo aquello era. Lo que parecía un ahogo mortal era la garganta de una mujer que respondía a las señales de sus pulmones intoxicados de sexo. Ella gemía de placer, entregada con cada envestida de su amante, y a veces, en medio de un gemido, decía el nombre del hombre que la llenaba una y otra vez con su esencia física. Pedro se quedó pasmado, escuchando a la pareja que apenas a un número de teléfono de distancia estaba ida en el placer del deseo y la carne. Los chillidos de la mujer llenaban los oídos de Pedro. La imaginaba tumbada en una cama con las piernas abiertas, arqueando la espalda y girando las caderas con la frecuencia decadente del acto. Sin saber por qué, pensaba en aquella pareja como Aureliano Babilonia y Amaranta Úrsula en su arrebato incestuoso, maldito y predestinado.

La virilidad de Pedro se había venido haciendo más y más presente para el momento en que finalmente la mujer, entre alaridos dionisíacos, estalló en una supernova. Él puso la bocina en el teléfono y se quedó parado de frente al aparato esperando a que su sangre tomara cursos menos obvios. Poco más de un minuto después, se volteó y caminó hasta la orilla de la acera sin levantar la cara. Buscó el papel de caramelo manchado de mierda de pájaro, pero ya no estaba. Entonces, levantó la mirada hasta ver la torre azul oscuro de cuarenta y cinco pisos que estaba a cuatro canales de él. La recorrió completamente, de arriba abajo, mientras pensaba en cruzar o no la calle. No tardó mucho en abandonar la diatriba esta vez. Con las manos metidas en los bolsillos de su blue jean, se volteó, bajó la cabeza, escondió sus ojos verdes debajo de la visera de la gorra, y empezó a subir por la avenida que había bajado. Al llegar a la esquina, Pedro pasó al lado del cadáver tirado sobre el capó del carro y lo vio; lo vio y pensó “Hoy no”. Y se fue calle arriba. Tocaba en su piano de carne Ponle la clave, versión de Chucho Valdés.

Thursday, September 04, 2008

Desayuno en la ciudad (un mini relato)


Aquel chamo apenas había tenido que empezar a andar por su cuenta hace unos días. Como todas las mañanas desde entonces, entró a la cafetería a desayunar; como todas las mañanas desde entonces, pidió un café negro grande y un sándwich mixto; como todas las mañanas desde entonces –ya era la cuarta–, la mesera le trajo otra cosa, esta vez fue una arepa con queso amarillo y un jugo de lechosa. Él sólo levantó la mirada y dijo gracias a la espalda de la mujer, que ya se alejaba. Aunque el queso no le supo a nada y el jugo le supo un poco amargo, comió lo que no había pedido, pagó, se levantó y se fue.

A la mañana siguiente, llegó de nuevo el chamo a la cafetería para desayunar y pidió otra vez un café negro grande y un sándwich mixto. La mujer esta vez le trajo un omelette y un jugo de naranja. Él, como un día atrás, le dio las gracias y luego comió. El jugo, de nuevo, le supo amargo, más que el día anterior; el plato, ahora el omelette, ya no fue desabrido sino agrio. Al terminar, pagó y se fue. Al día siguiente, fue a desayunar al mismo sitio, pidió un café negro grande y un sándwich mixto otra vez, y otra vez la mesera le trajo otra cosa (una cachapa con queso de mano y una chicha). Él dio las gracias a la espalda de la mesera y comió. La cachapa le fue realmente agria y la chicha le pareció fermento de cuan amarga le supo y cuan fétida le hedió, pero igual comió y bebió. No dijo nada; sólo pagó y se fue. La amargura en su boca era tal que no dejaba de pasarse la lengua entre los labios y sus ojos se entrecerraban mientras salía del local y después mientras caminaba por la calle.

La séptima mañana, él fue a la cafetería por su desayuno. Nuevamente pidió un café negro grande y sándwich mixto. Nuevamente la mesera le trajo lo que le dio la gana: un sándwich de jamón y queso y un café con leche. Sin probar la comida, el amargor de aquel arbitrario desayuno le lleno la boca hasta la garganta. De nuevo se pasaba la lengua entre los labios por aquel infame sabor. Se levantó de la mesa en un envión, llamó con un tono firme a la mesera, que apenas se alejaba de él, y le reclamó como endemoniado pero sin subir la voz por su séptima arbitrariedad. La mujer quiso alterarse y hablarle más alto. Fue cuando él, sin dejar que la mesera terminara lo que pretendió contestarle, se le acercó a la cara y le dijo casi susurrando, aunque decididamente, que eso no era lo que él había pedido, ni hoy ni seis veces antes; que le trajera lo que él había ordenado. Luego se alejó, se sentó y apartó el plato y la taza. La mujer llegó a la mesa, recogió aquello y pidió disculpas con una voz perturbada por un notable vibrato. Minutos después, llegó con un café negro y un sándwich mixto sin que él hubiese repetido su pedido. El chamo comió y bebió con tanto gusto; todo sabía a lo que tenía que saber. Cuando terminó de comer, pagó, le dio las gracias a la mesera y se fue. Al día siguiente, fue a la misma cafetería para desayunar. Se sentó y pidió una arepa de pollo y un batido de guayaba. A los minutos la mesera, la de siempre, le trajo una arepa de pollo y un batido de guayaba. Él le dio las gracias a la espalda de la mujer, que ya se alejaba; comió, pago y se fue.